Escribir un libro es un proceso complejo, que a menudo toma bastante tiempo. Es una tarea que se realiza en solitario, buscando el silencio, la concentración en el texto y en la historia.
La inspiración es solo la “chispa” que enciende las ganas de crear.
No basta con tener una idea sólida sobre el contenido, sino hay que determinar cómo se comenzará, cómo se continuará y cómo se concluirá, para que todo quede “redondo”, con lógica.
Aunque un autor escriba un libro porque “siente” el impulso interior irrefrenable de hacerlo, también debe pensar en los capítulos, en los párrafos, y revisar en forma exhaustiva cada línea, para evitar reiteraciones de palabras o conceptos.
Quizás existen escritores que arman sus textos de una sola vez y terminan rápidamente su obra, sin mirar atrás. Pero, si los hay, deben ser los menos. Un libro es como una escultura. Se construye de a poco, corrigiendo los detalles.
Por ejemplo, “Platero y yo”, del español Juan Ramón Jiménez, que es un clásico de la literatura, se lee con tanta fluidez como si las palabras le hubieran surgido en forma espontánea.
Para mí fue una sorpresa saber que examinó, revisó y corrigió el texto innumerables veces. Igual que hizo Beethoven con su inmortal Quinta Sinfonía.
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